¿Por qué estudiar ética hoy?

              En el famoso texto intitulado “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” escrito en 1754, J.J Rousseau esbozó su idea acerca de la condición moral del hombre en su estado de naturaleza.  En el texto sugiere que la condición natural del hombre está desprovista del orgullo y la envidia, características propias Ser humano moderno. Sería un hombre temeroso, compasivo y dotado físicamente, lo que le permitiría una interacción natural y orgánica con el ecosistema y biodiversidad que habita (J.J. Rousseau; 1925). 

            A diferencia de Hobbes, Rousseau sostenía que el hombre salvaje se caracterizó por ser compasivo y orientado a la búsqueda de la más pura perfección, sin lo cual no habría podido adaptar el medio donde habitó y no habría podido configurar un nicho ecológico propicio para el logro de sus propios fines.

Doscientos cincuenta años más tarde, una idealización similar a esta noción de “buen salvaje” emergió desde los ecos del espíritu revolucionario Russoniano. Me refiero a los fundamentos de las perspectivas filosóficas del indigenismo post moderno predominante en la actualidad (neoindigenismo), que consideran al sujeto indígena como el verdadero o profundo sujeto histórico de las naciones sudamericanas (Krauze; 1998).  En el neoindigenismo, se asume la idea de que todo aquello que se estime originario y vinculado a algún pueblo o sociedad con decendencia indígena estará consustancialmente dotado de un halo de superioridad moral, frente a lo cual no cabe la más mínima reflexión crítica respecto a su realidad, sentido, autenticidad y valor.

            Pues bien, si la naturaleza del hombre fuera de una moralidad tal que su curso de vida despojado de la conciencia de la modernidad y apertrechado de una especie de ingenua razón primitiva fuera sola y únicamente la búsqueda de aquello que es justo y bueno para sí y para la humanidad; si pudiera despojarse de la posibilidad de sentir envidia, resentimiento o ejercer actos de egoísmo; o si incluso, fuera verosímil la posibilidad de que un hipotético hombre originario pudiera ser despojado de su instinto de ambicionar aquello que desea; muy probablemente la ética no habría tenido sentido como objeto de reflexión en la historia. Vale decir, la ética encuentra su sentido solo una vez que entendemos al hombre como un Ser que inevitablemente establece una relación, tanto anímica, como racional con un legítimo otro (y su entorno natural y cultural) cuya condición esencial está determinada por las mismas facultades del espíritu que nuestro “buen” salvaje.

En este escenario de indeterminación pura, la realidad según la cual resulta tan probable el sobrevivir en comunión con un otro, así como a “expensas” de ese otro, es no solo verosímil, sino un rasgo esencial de la realidad que somos. En otras palabras, el hombre, en su estado de naturaleza, no solo no se encuentra teleológicamente orientado hacía lo bueno (o lo malo), sino que es un Ser que simplemente es lo que es en virtud de su circunstancia, pudiendo encarnar el arquetipo de la crueldad y santidad a la vez.   

El filósofo español José Ortega y Gasset en su obra Meditaciones del Quijote publicada en 1927 escribió una frase que ha pasado a la posteridad. La frase reza como sigue: “Yo soy yo y mi circunstancia, si no la salvo a ella, no me salvo Yo”.  Para Ortega, las circunstancias son aquello que configura la dimensión existencial del hombre, en tanto sujeto que se aproxima de manera racional y anímica al objeto de la realidad. Para el autor español, la circunstancia constituye una parte configurativa de la realidad subjetiva del Ser, que articula la perspectiva de nuestra propia realidad.

Interesante es que, sin negar la existencia de la realidad objetiva, Ortega sustenta una forma de perspectivismo centrada en el sujeto y su realidad circunstancial como elemento estructurante del Ser, desde donde el hombre establece un vínculo siempre incompleto con la realidad objetiva (Ortega; 1927).   

            De esta manera, todas aquellas las circunstancias y factores determinantes inaccesibles a nuestra voluntad, pero que determinan nuestros defectos o virtudes de herencia, van a ser parte configurativa esencial de aquello que somos y van a mandatar el modo de aproximarnos a la realidad desde nuestra propia subjetividad. Así, tal como las circunstancias podrían ser factores que mandaten nuestra voluntad hacia acciones de bien, podrían también hacerlo en sentido contrario.

            Hannah Arendt en su libro: “Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal” publicado en 1963, ilustra un ejemplo revelador de esta condición humana.

Presento a continuación un breve resumen de su tesis central:

Eichmann (1902 – 1963) fue el responsable de las deportaciones de los judíos a los campos de concentración de Auschwitz. Al terminar la Segunda Guerra Mundial huyó a Argentina y en 1960 fue arrestado y condenado a la horca por crímenes de lesa humanidad.  Posteriormente Arendt realizó una investigación con el fin de analizar su juicio y su personalidad. Finalmente concluyó que este sujeto no tenía rasgos mentales anómalos o signos de antisemitismo. Sino que su actuación fue por motivos personales, movido por su deseo de ascender en su carrera, para lo cual, debía cumplir órdenes. Se transformó en un ejecutor que no pensaba en las consecuencias (Arendt; 2003).

            De esta manera Arendt reflexiona en la idea de que un individuo puede perfectamente actuar de manera malvada solo siguiendo las normas establecidas por el gobierno o régimen – o circunstancias – en las que se habita, sin pensar necesariamente en las consecuencias de los actos.

            El psicólogo social Stanley Milgram en 1961 sometió a experimentación empírica estas hipótesis respecto al carácter circunstancial de nuestra dimensión ética.

            Su estudio analizó hasta qué punto la autoridad puede condicionar la conducta de un individuo. Para esto diseñó una metodología conformada por dos agentes morales con roles definidos: uno hacía de profesor (sujeto de estudio) y otro hacía de alumno (miembro del equipo de investigación).  El estudio consistía en que el alumno debía memorizar una serie de pares de palabras que eran entregadas por el profesor. Luego el profesor le solicitaba al alumno recordar la secuencia de pares de palabras. Por cada fallo el profesor debía presionar un botón que inducia una descarga eléctrica sobre el alumno. Descarga que se incrementaba conforme se sucedían los errores. De manera sorprendente, el estudio arrojó como resultado que 2/3 de los sujetos de estudio llegaron a inducir la potencia máxima de descargas eléctricas (de intensidad mortal).

            Las conclusiones del experimento de Milgram sugieren que cuando el sujeto obedece a los dictados de una autoridad su conciencia deja de participar en la reflexión moral, abdicando de la responsabilidad de los actos. Vale decir, ya sea por un instinto de sumisión o por imitación, el Ser humano influido por un grupo, el Estado o cualquier influencia que constituya un poder superior, parece desconectarse del sustento racional con el que debería mandatar su propia voluntad, difuminándose a sí mismo en la masa que obedece al líder, dejando atrás su personalidad y su dignidad individual (Milgram; 2016).  

            Todos estos antecedentes filosóficos y científicos parecen confirmar la idea de que todo Ser humano puede perfectamente transformarse en un potencial victimario, si las circunstancias se tornan apropiadas para aquello. Frente a esto, lo único que nos cabe es fundamentar aquellos valores que permitan dotar de virtud nuestro espíritu y que, al mismo tiempo, nos permitan abrirnos en conciencia a la necesidad de desarrollar la fortaleza y rectitud suficiente para que sean aquellas máximas universales orientadas al bien – y no otras - las que mandaten nuestra voluntad y nos lleven a ejecutar acciones que doten de valor humano nuestra vida en sociedad y por, sobre todo, nuestra práctica clínica como Kinesiólogos.

            La necesidad de fundamentar nuestros valores no recae en el ingenuo anhelo de sostener que el mero conocimiento del significado intelectual de los valores y principios es suficiente para transformarnos en personas buenas. De hecho, la ética no se trata de aprender un discurso, sino de la reflexión racional en torno al modo en como configuramos el sentido, propósito y la naturaleza de nuestros actos morales.

            El objeto de la ética es, entonces, la reflexión o el estudio de aquello que es posible considerar como bueno, vale decir, de aquello que se constituirá como un “deber”. No es objeto de la ética transformar a las personas en buenas, mucho menos formar una especie de jueces de la moralidad para juzgar lo discriminadores, xenófobos, poco inclusivos o racistas que podrían llegar a ser “los otros”. Por el contrario, busca formar personas con cierta capacidad para reflexionar libremente y de manera racional, con honestidad intelectual, en torno a los fundamentos del bien y lo bueno.  Si lo aprendido se materializa (o no) en acciones, es materia del derecho normativo, no de la ética.

Me parece pertinente realizar estas sutiles precisiones, a propósito de los atributos culturales de la sociedad en que vivimos, de carácter impugnadora, fuertemente influida por una estructura de pensamiento dicotómico, con una fuerte tendencia a valorar – casi de manera exclusiva - los fenómenos de la realidad desde la dimensión afectiva (Haidt; 2020).

Por ejemplo, observo a menudo que en el ámbito académico nos vemos sin darnos cuenta (quiero pensar) preguntándonos por aquello que se siente:

Alguien pregunta: ¿Y qué sienten los estudiantes respecto a tal o cual situación?...

Más aun, para justificar cambios en las estructuras programáticas de nuestras actividades docentes también solemos introducir alguna fundamentación afectiva:

 “Los estudiantes “sienten” que las cosas deberían ser de tal o cual forma, o el profesor debería ser de tal o cual forma” …etc. Por lo tanto, deberíamos…….

Al hacer conciencia de esto me es inevitable preguntarme ¿No será mejor interrogar la realidad con foco en aquello que se piensa?

Entiendo lo que Ud. siente, pero ¿y qué piensa de aquello que siente? ¿le parece razonable?” …

Lo que describo son ejemplos que, desprovistos de cualquier afán de crítica, constituyen juicios de hecho respecto a una realidad o circunstancia no siempre percibida, pero que influye significativamente en la manera en cómo configuramos nuestra realidad. Pero más importante aún, la manera en cómo influimos en la conciencia de nuestros estudiantes.

Esta situación, por lo tanto, le otorga especial importancia a la ética como un espacio académico para la indagación reflexiva de todos aquellos valores y principios que orientan – o deberían orientar - nuestra moralidad, integrando distintos ámbitos de análisis, siendo los más importantes el ámbito antropológico, filosófico y deontológico.

En esta editorial quisiera referirme solo al sentido de la antropología para la bioética. La antropología se preocupa del estudio del hombre, en tanto ser humano racional, cuyo particular modo de Ser es ser Persona (para mayor entendimiento de la filosofía personalista recomiendo la ref.: Wojtyla; 2021). De esta manera, debemos considerar que los fundamentos antropológicos de la ética (también de la bioética) nos muestran que el acto moral – principal objeto de estudio de la bioética – se sustenta en las dos dimensiones esenciales del espíritu humano: la racional y la afectiva.

Si hay algo que nos distingue de los otros entes corpóreos vivientes que habitan nuestro cosmos es que estamos dotados de algo que los antiguos denominaron espíritu o alma racional. Atributo que nos faculta para conocer, aprehender, entender y decidir el modo en cómo nos proyectamos al mundo desde nuestra propia existencia (Scheler; 1938).

Desde esta perspectiva, si en la era contemporánea se releva el valor de la afectividad en el modo en cómo comprendemos fenomenológicamente el mundo, tal problema de naturaleza epistemológica se torna inevitablemente un problema de índole ético. Esto debido a que, a mi parecer, si el ser humano posee la facultad para despojarse de su naturaleza instintiva, emocional, para así enfrentar la realidad desde su propia conciencia racional, lo que le permite decidir mandatar su voluntad en orientación al bien; entonces ¿sería esperable que algo bueno pueda resultar, si la dimensión afectiva del hombre se ubica en primer orden de prelación a la hora de reflexionar en torno al mejor curso de acción? Me parece que la respuesta al menos admitiría un … tal vez. Lo que es de suyo preocupante.

Lo que planteo no significa que nuestros sentimientos morales no merezcan un legítimo reconocimiento. La crítica, más bien, se refiere a nuestra actitud de indiferencia frente al modo en como los sentimientos han llegado a mandatar nuestra voluntad. Llegando, incluso, a fundamentar – en mayor o menor medida - las decisiones en prácticamente todas las dimensiones de nuestro quehacer como seres humanos.

Me parece que no podríamos esperar que tal giro afectivo propio de nuestra cultura postmoderna no tenga consecuencias, considerando que es justamente lo que hemos abandonado (la racionalidad y la razonabilidad), aquello que nos ubica en una posición de avanzada en el mundo natural que habitamos.

El núcleo del asunto se presenta de manera más nítida – yo diría “cruda” - en la obra del filósofo español Daniel Innerarity, que sugiere la idea de que en la era contemporánea “aquello que se desea ha dejado de estar en tensión con aquello que se debe”. Es como creer ciegamente que el deseo es un instinto racional con el potencial de fundamentar nuestro sentido de deber (Innerarity; 1992). Cuando en realidad, desde el punto de vista ético, los fundamentos morales del deber no encuentran justificación posible en fenómenos desprovistos de la racionalidad y la lógica. Facultades solamente atribuidas a al entendimiento de las personas.

El problema es que el ejercicio de restauración de la tensión entre el deber y el deseo significa, no solo la suspensión de los impulsos que nos llevan a buscar una especie de aprobación externa de aquellos valores que nuestra identidad proyecta, sino también una cuota importante de fortaleza y rectitud que nos permita volver a una situación de autodeterminación de nuestros propios valores, al margen de la identidad del colectivo que me rodea y al cual pertenezco. Esto, ya sea, en el plano de la virtualidad o la realidad.

Por esta razón, en los últimos años, se ha puesto en relieve una ética que pone su foco, ya no en la búsqueda de valores y principios universales, sino en las virtudes que debe proyectar el carácter de aquellos que se atreven a cruzar el Rubicón del deseo y a desapegarse de su grupo identitario.    

            Autores como Alasdair McEntyre y el mismo D. Innenarity han explorado la necesidad de resurgir la ética aristotélica de la Virtud, pero esta vez, en código postmoderno. Haciendo énfasis en la importancia de reflexionar en torno a la configuración de los rasgos del carácter del individuo contemporáneo, llegando incluso a atribuir una especie de “heroísmo” a quién se decide a proyectar en su actuar la fortaleza necesaria para relevar valores que, en circunstancias afectivamente opuestas, mandaten la voluntad en una orientación racional y con sentido de deber. Esto sería apelar al orden, en el desorden; apelar a la honradez, en la arbitrariedad, al republicanismo en tiempos de demagogia, a la excelencia en tiempos de mediocridad, etc. 

En definitiva, múltiples son las razones para estudiar ética. Sin embargo, la licuefacción de aquellos valores que han sido esenciales para el progreso de nuestra civilización, tanto en lo humano como en lo social; así como el resurgimiento de fenómenos que creíamos desterrados como la guerra, la intolerancia en el espacio público y la inhumanidad en el quehacer clínico, releva la necesidad de volver a formularnos la pregunta por aquello que consideramos bueno o valioso.

Por todo esto y más, es necesario estudiar (bio) ética hoy.

REFERENCIAS

Alasdair MacIntyre. (2001). Tras la virtud. Biblioteca de bolsillo: Extraído de: https://www.docdroid.net/cLNRuDl/67752857-29362819-tras-la-virtud-macintyre-pdf#page=7.

Daniel Innerarity (1992). La libertad como pasión. Eunsa. Ediciones Universidad De Navarra, S.A.

Enrique Krauze. (1998). Neoindigenismo y fundamentalismo. Extraído de: https://enriquekrauze.com.mx/neoindigenismo-fundamentalismo/.

Hannah Arendt (2003). Eichmann en Jerusalén. Editorial Lumen. Extraído de: https://maytemunoz.net/wp-content/uploads/2016/10/arendt-hannah-eichmann-en-jerusalen.pdf.

Jean-Jacques Rousseau. (1925). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Ed. Madrid. Extraído de: https://www.marxists.org/espanol/rousseau/disc.pdf.

Jonathan Haidt & Greg Lukianoff. (2020). La transformación de la mente moderna. Editorial Ariel.

José Ortega y Gasset. (1927). Meditaciones del Quijote. Extraído de: https://demiurgord.files.wordpress.com/2014/09/meditaciones-del-quijote.pdf.

Karol Wojtyla. (2021). Persona y acción. Editorial palabra 4° Edición.

Max Scheler. (1938). El puesto del hombre en el cosmos. Ed Losada. Extraído de: https://www.jeanlauand.com/SchelerHombreCosmos.pdf.

Stanley Milgram. (2016). Obediencia a la autoridad. Editorial: Capitán Swing. 

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